A veces me pregunto qué quedará de mí cuando ya no esté.
¿Seré recordado por alguna gran obra o por los pequeños gestos que dejé caer, casi sin querer, en manos de quienes más quiero? En esos momentos de melancolía, en los que la crisis existencial se asoma y me observa de reojo, acusándome de ser un farsante que no va a llegar demasiado lejos en esta vida, no puedo evitar desear ser un creativo más productivo y fructífero.
Me gustaría poder terminar los proyectos que empiezo, llevar hasta el final esas ideas que me asaltan en las noches en vela, durante esas duchas de madrugada que no consiguen disipar el cansancio, o en esos escasos paseos donde decido (con cierta valentía) no embotar mis sentidos con una playlist llena de canciones de Broadway.
Sé que, si hubiese sido un poco más fuerte, más constante, más capaz, podría mirar atrás y sentir orgullo por todo logrado en los últimos años. Pero no consigo escapar de la mediocridad, de ese hábito persistente de dejarlo todo a medias, inconcluso, suspendido en el aire como una promesa incumplida. Como aquel libro que empecé a escribir hace dos años y abandoné en los primeros capítulos. Como el dibujo esbozado la semana pasada, poco más que cuatro trazos sueltos que nunca llegarán a saber lo que es el color. Como este mismo texto, que tecleo con ansia y un poco de vergüenza en esta tarde calurosa de junio, justo antes de ir al gimnasio.
¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué soy así?
Me enfado conmigo mismo al ver esa interminable colección de carpetas y documentos que nunca llegaron a ser algo completo, una obra que poder enseñar al mundo con orgullo. Me frustra imaginar que, dentro de unos años, seguiré sin haber hecho todo lo que soñé, víctima de mí mismo y de mis propios frenos. Una vida desperdiciada. Una lista de tareas pendientes que no hace más que alargarse. Una montaña de proyectos e ilusiones que, cuanto más crece, cuanto más pesa, menos brilla.
Y, sin embargo, entre esa pila de sueños rotos y deseos apagados, me descubro encontrando el consuelo en pequeñas perlas. Brillantes, imperfectas, que no me pertenecen del todo pero tampoco hubiesen existido (aunque sea en parte) de no ser por mí.
Y en ellas reconozco esos detalles que, por una razón u otra, decidí hacer para otra persona.
Los dibujos que hice de Luis y Ana para el día de su boda, o el que ahora estoy haciendo para Cristina. Aquella estampa para el retiro de octubre, con diez consejos sobre cómo ofrecer un buen servicio. El punto de libro que mi madre (más de diez años después) aún usa para marcar el ritmo de sus lecturas. Las ridículas obras de teatro que escribo cada Navidad para mis amigos, o el musical que creamos junto con Laura para una despedida de soltera. Las proyecciones que preparé para el show en el que estuve dos fines de semana ayudando como técnico. La ilustración que inmortaliza aquella campaña de Dragones y Mazmorras en la que mis amigos y yo conocimos a Lina, U’ilani, Valeros, Ignis y Nhelea.
Y entonces lo entiendo: cuando mis esfuerzos se dirigen hacia las personas adecuadas, hacia quienes más quiero, mis proyectos sí llegan a puerto. Puedo sentirme orgulloso de ellos, de haber entregado una parte de mí (de mi alma o de mi tiempo, que en ciertos casos vienen a ser lo mismo) aunque sean pequeños, aunque al resto del mundo le parezcan insignificantes o carentes de ningún tipo de sentido.
Supongo que no seré recordado por una gran obra maestra.
Pero en cada trazo, en cada texto, en cada gesto que regalé con cariño, hay un pequeño eco de lo que soy. Un destello. Una llama que, aunque breve, supo traer un poquito de calor a alguien más. Y si eso es lo único que queda de mí cuando ya no esté… quizás, solo quizás, eso sea suficiente.
:)